Un repaso de opiniones, que nadie ha pedido, pero que he escrito para diversos medios desde hace unos años
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A brief account of opinions, that no one asked for, but I have written for different media for some years now
Cien años parecerán mucho a quién no tenga noción histórica. Hace cien años se reconstruía Europa después de la Primera Guerra Mundial, y se encaminaba con paso firme hacia la Segunda. Durante este siglo el transporte, el dinero, la familia y sociedad han cambiado; por lo menos las formas en que las materializamos actualmente, pues las ideas detrás son las mismas. Cien años son la mitad de la vida independiente del país, así tal cual lo confirmara el Acta de los Nublados. Así, sin lucharlo mucho, nos llegó la independencia, hace 200 años. Pero vuelvo a los cien, que siguen sonando inacabables.
Allá en Nicoya, una de la zonas de mayor longevidad del mundo, habrán personas que, aunque tal vez no se informaron sincrónicamente de los eventos, vivieron la recomposición del poder europeo entre los grandes conflictos armados que en ese continente llaman mundiales. Esas y esos nicoyanos vivieron la liberación social, liderada por los movimientos sociales en Estados Unidos, pero con paralelos en Latinoamérica, Asia y África. Más importante, en el plano local, estas personas vivieron el gran conflicto armado de nuestra nación, el que aún hoy determina históricamente la institucionalidad del país. Tal vez algunos lo tengan aún presente en sus memorias, vividas o relatadas.
Es justo ese evento, y su posterior resolución, el que da pie a nuestra llamada excepcionalidad democrática. El país se liberó de las sulfurantes amarras del ejército, y dio letras, artes y ciencias a una mayoría antes alienada en el campo. Complementariamente, dio participación política a una población históricamente excluida: las mujeres. Porque, a pesar de ser la mitad de las voces, hasta ese momento no contaban con ningún voto. Claro está, de lo formal a lo real “hay otros cien pesos”.
No deja de ser sorprendente el hecho que, de los 200 años de vida republicana independiente, poco más de setenta sean los que verdaderamente representan una democracia más completa. Es decir, durante casi dos tercios de la historia democrática costarricense las mujeres fueron excluida de la toma de decisiones; decisiones que las afectaron directa o indirectamente, pues regulaban su entorno y sus posibilidades.
Lo formal se transformó lentamente en lo real a partir de las primeras representaciones políticas de mujeres, por ejemplo, en la Asamblea Legislativa. Allí, desde 1953 – hace 68 años – la representación de mujeres se ha dado de manera ininterrumpida hasta la actualidad. No obstante, no fue sino hasta hace dos décadas (una décima parte de la historia independiente de Costa Rica) que la representación de diputadas logró superar los veinte escaños. Esos “cien pesos” se cobraron en el último siglo; desde la acción de la Liga Feminista de Costa Rica, la instauración del voto femenino hasta la efectiva representación de las mujeres en espacios políticos. Por ejemplo, lo formal se volvió real en tanto una sola diputación femenina en 1962 dio paso a 25 en 2018.
De 200 años de vida republicana independiente, la segunda mitad ha sido la más significativa en asuntos de representatividad; de ellos, de lo formal a lo real, los últimos sesenta han sido los que han materializado una democracia más completa. No obstante, vestigios de tiempos pasados existen aún, incluso allí donde las decisiones para unas o las otras personas se toman. Algunos parecieran renegar de este desarrollo institucional y social, y bajo argumentos moralistas reniegan la plena participación de las mujeres en las decisiones que a ellas afectan.
Lo que la breve historia —realmente— democrática de Costa Rica nos ha demostrado, es que la representación no ha sido ni justa, ni pronta. A un año del bicentenario de la República, menos de la mitad de las diputaciones en el Parlamento son ocupadas por mujeres, situación que ignora por completo la realidad. A un año del bicentenario, una mayoría de hombres todavía discute sobre decisiones que afectan a las mujeres, y en la discusión circundante hay quienes desestiman la discusión en general porque no les parece prioritario. Desestimar las opciones de la mitad de la población es una afrenta a la convivencia social pero, por sobre todo, a la gobernanza democrática. No sorprende que la transición de lo formal a lo real aún no se complete.
Cada #8M que pasa y en el que el foco no se ponga en el mensaje de las movilizaciones, es una oportunidad perdida para acercar lo real a lo formal; para hacerle frente a las injusticias históricas del país y para progresar como Estado de Derecho. El de hace dos días no ha sido la excepción; no obstante, los mensajes se hicieron escuchar y se hicieron ver, muy a disgusto de los políticamente acomodados, y aquellos que buscan dónde acomodarse. La democracia depende de todas las personas, pero cuando a algunas se les niega la voz y se bloquea su participación, se aleja lo real de lo formal. 200 años no han pasado – espero yo – en vano.
De la reciente radiografía del país proporcionada por el Programa Estado de la Nación (PEN) en su último informe destacan varias noticias de trascendental peso para el presente y futuro del país. Entre estas, una que resonó en varias notas y menciones periodísticas, es la aceleración del proceso legislativo que resultó seguidamente en un nivel extraordinario de productividad de este Poder de la República.
El mismo PEN señala que “[e]l ajuste de los procedimientos parlamentarios contribuyó a que se acelerara la
aprobación de leyes” (p. 411). Tal enunciado no es menor, ya que evidencia lo ya dicho sobre la rápida acción legislativa durante el período trascurrido desde empezada la pandemia a causa del Covid-19, sino que también presenta un detalle no menor sobre el ejercicio legislativo: El proceso parlamentario.
Lo anterior implica que, frente a un estado de emergencia nacional y mundial, la Asamblea se dio a la misión de adecuar su funcionalidad para así poder continuar trabajando al margen de las restricciones sanitarias que la realidad pandémica requerían. Obviando las escaramuzas políticas, el proceso fue excepcional en su rapidez y solidez institucional. Es decir, no sólo fue un proceso expedito, sino que fue un proceso legítimo – la opinión pública poco cuestionó tal determinación dado que el contexto demandó acciones provisorias que dejaran claro que existía voluntad política para trabajar.
Frente a estos sucesos, y a la luz de lo que el PEN informa, cabe preguntarse si era necesario una crisis de salud pública para que el primer Poder de la República se arremangara para lograr implementar cambios tan sutiles como significativos. Y, consecuentemente, si el mismo contexto era realmente necesario para alcanzar un nivel de productividad tan alto. A todo esto hay que sumarle el detalle no menor de la composición de la legislatura, una de las más fragmentadas de la historia política del país.
Todo ello demuestra que el contexto pandémico poco influyó en el proceso parlamentario, mas no en la producción legislativa. Es decir, por un breve momento (histórico) los representantes parlamentarios acordaron importantes cambios procedimentales de forma casi inobjetada. A este momento le siguió uno de igual o mayor trascendencia histórica, ya que, según reporta el PEN, el primer proyecto en discutirse bajo las condiciones pandémicas fue enteramente tramitado en cinco días naturales.
Si bien es cierto, la crisis de salud pública desatada por el Covid-19 continúa demandando la totalidad de los esfuerzos políticos y administrativos para evitar una debacle social y económica, ella se sumó con tardanza a la ya presente débil contabilidad financiera del país. Ni qué se diga del empleo y la educación pública. No obstante, la lección es inconfundible: La productividad parlamentaria es víctima solamente de sus gestores. Con mayor certeza de lo contrario, sería falaz afirmar que la pandemia eliminó los colores e intereses políticos, el único motivo restante debe encontrarse en dos posibles escenarios: El sentido de urgencia o las motivaciones políticas/polítiqueras de los y las diputadas. Dado que el segundo escenario resonaría en los abismos del cinismo, no queda más que agradecer a los y las diputadas por su realización de las necesarias acciones a tomar.
Ahora bien, la pregunta sigue inconclusa pues, si durante el período de mayor afectación económica y social a causa de las restricciones sanitarias, la razón de la eficiente productividad legislativa se debe al sentido de urgencia, sería razonable pensar que la razón de la baja productividad de las legislaturas pasadas se debe a la falta de urgencia. De nuevo, pensar que existan motivaciones o intereses que conduzcan a una deliberada baja productividad parlamentaria sería cínico e insultante para la ciudadanía.
Concluyendo así, queda entonces la interrogante mayor: ¿De dónde proviene la llamada ingobernabilidad que por años atormenta las portadas de los diarios y las líneas de los discursos políticos del país? Este año, con todos sus recobecos y marañas, ha demostrado que el trabajo político, cuando debe hacerse, se hace. Incluso si las líneas de partido o las diferencias ideológicas están en juego, la razón de un fin superior parece ser motivo suficiente para superar tales posiciones y asegurar legislación relevante. De nuevo, sumando a las demás preguntas que se podrían plantear: ¿Cuál fin, sino el de mejorar al país, merece la atención de los y las diputadas fuera de un contexto de pandemia? ¿Por qué la Asamblea no puede funcionar de esta forma constantemente, brindando soluciones prontas a viejos problemas de forma eficiente?
A veces no queda más que pensar que los problemas políticos del país existen debido a elementos superficiales, no de fondo; que la ingobernabilidad no es un factor sui generis del sistema político, sino que ha sido construida, como una narrativa. Como tal, tiene sus actores y su moraleja. En este caso, la única pregunta válida es: ¿Quiénes son los actores y cuál es la moraleja de la ingobernabilidad que construyeron?
Yochai Benkler, Robert Faris y Hal Roberts se dieron a la tarea de presentar un debate académico que problematizara los fenómenos narrativos que dominan la agenda noticiosa en los Estados Unidos (EEUU). Ese país -su unidad de análisis- y la existencia de multitudinarios ejemplos de cómo el manejo de la desinformación puede dar al traste con la confianza en las instituciones, para bien o para mal, son casos de reflejan el desenvolvimiento actual de la polarización en Costa Rica.
Pero no solo los académicos mencionados se han referido al tema; de hecho, previamente el periodista estadounidense David Roberts ya se había ocupado de presentar el concepto de crisis epistémica, cuestionando los peligrosos caminos que yacían -en aquel momento- frente a la encrucijada de la polarización y desinformación.
Ambos enfoques son sinónimos en sus hallazgos y narrativas: la diferenciación extrema al que ha sido conducida la política estadounidense ha sido el mismo caldo de cultivo que ha generado universos paralelos de noticias y debate. Ahora, algunas personas se preguntarán: ¿Qué tiene que ver EEUU y su incomprensible sistema político-electoral con la realidad nacional que atraviesa (atravesara) el país?
Dado que en Costa Rica no hay un personaje que se asemeje (aun) a Donald Trump, tal pregunta es justificada en la distancia simbólica que representa. Sin embargo, desde la última elección presidencial ya se ha podido observar un poco de la germinación que dará como fruto la irracionalidad discursiva, cosechada con la herramienta de la polarización.
De vuelta a los textos señalados arriba, la cuestión que engloba los contextos costarricenses y estadounidenses es aquella de la deliberación política; la esfera pública si se quiere, en términos de Habermas. Costa Rica ya ha presentado síntomas de contagio de una alta división social en torno a temas políticos (modelos económicos, institucionalidad, corrupción, etc.), pero lo más importante de resaltar es la forma en que se han generado y llevado a cabo las discusiones. ¿Cuáles actores forman parte? ¿Qué posiciones defienden? ¿Qué tipo de argumentación ofrecen?
La “ingobernabilidad“ que tanto se ha masticado en los medios de comunicación, no es otra cosa más que desacuerdo y deliberación política, las cuales son necesarias para un ejercicio democrático sano. Pero incluso ahí, el ejercicio del debate gira en torno a temas comunes, hechos (idealmente) y posiciones partidarias que devienen de alguna u otra orientación política, ética y moralmente justificada.
No obstante, enfrentados desde múltiples por diversos grupos de presión ajenos al debate político, se acentúa la obviedad de las diferentes tribus sociales y políticas (o politiqueras) que habitan en el país. De ahí que se pase de una discusión sobre lo bueno o lo malo (para uno u otro grupo), hacia una discusión acerca de lo que es y lo que no es para cada cual. En otras palabras, ya no importará quien tenga la razón ni quien presente los hechos, sino quien, frente a su propia tribu, actúe en su favor.
De ahí que el ideal deliberativo de la sociedad política se convierte en una pesadilla de poblaciones encapsuladas en sus propias dimensiones de la realidad. Y ahí yace la mayor amenaza; tratar de avanzar temas de relevancia nacional cuando las poblaciones y sus representaciones políticas ni siquiera comparten el plano mínimo de la realidad. Es mucho más que una regresión epistemológica, es una involución ontológica de la vida política que el país, en el umbral de fragilidad política y económica en que se encuentra, no puede permitirse.
El ambiente político costarricense e internacional está subsumido en una extraña conversación entre la derecha conservadora y el sensacionalismo periodístico. Por ello, para sorpresa de nadie, más y más líderes de naciones democráticas se apoyan en discursos demagogos, nativistas e incluso racistas. Esta narrativa pseudo nacionalista pone de relieve el reduccionismo simbólico que los sectores más desapegados de las dinámicas cosmopolitas perciben como riesgos y peligros. La estrategia discursiva es por ende simple, apelar a la pasión y la emoción; en tal plano la razón tiene poco o nada qué hacer.
Claro está, lo anterior no es nada nuevo, pero una ola de sucesos nacionales e internacionales exacerban la percepción de urgencia a la hora de evaluar la realidad política. El triunfo y crecimiento de tendencias políticas conservadoras llama la atención a una serie de elementos que devienen de la narrativa, la política y la mercadotecnia. La era de la información ha conducido a las sociedades democráticas a tenebrosos oscurantismos, renegadores de pruebas y evidencias; la era de la información se maneja por creencias.
Del recuento de eventos que definen esta época, la elección del presidente de los Estados Unidos de América (EUA), Donald Trump, es la punta de lanza que guía las aspiraciones de otros movimientos deseosos de espacios en la agenda pública y, sobre todo, en la opinión pública. En el caso norteamericano, la plataforma que ahora impulsa al presidente a su segundo mandato se basa en una serie de alegorías al ethos mítico -artificial para ser preciso- de ese país; un país de libertades, democracia e igualdad.
El debate en torno a este mito fundacional se basa en la pertenencia a ese artificio. Esto se resume en la pregunta: ¿hay ciudadanos más ciudadanos que otros? En esa discusión el lenguaje es primordial, puesto que la ciudadanía conlleva un peso semántico que trasciende a lo legal y lo político. Actores políticos como Trump desarrollan esa narrativa sabiendo -o incluso ignorando- sus consecuencias; dividir la opinión con falacias y crear condiciones de disgusto hacia las expresiones más tangibles de la globalización: migración, diversidad y multiculturalidad.
Para el presidente de los EUA, ese ejercicio prueba ser tan efectivo que, ante la opinión pública, ni una investigación sugiriendo comportamientos potencialmente delincuenciales del más alto nivel pudo trastocar el ambiente degenerativamente divisorio creado por su retórica. El caso desarrollado por el fiscal especial Robert Mueller llegó al Congreso de ese país, subsumido en contiendas bipartidistas, para ser rápidamente devorado por reclamos de corrupción. La ironía parecería no poder llegar a más.
Aquí es donde yace el verdadero peligro de Trump y los que aspiran a comportarse como él; ni siquiera una investigación seria, abarcando dos años de su mandato, con miles de documentos respaldando conclusiones que a la postre llevaron a la condena de otros implicados, resistió la embestida de la pasión. Dígase mejor, del regate de la pasión. El presidente y sus aliados esquivaron a toda costa el corolario de la investigación y, al contrario, la tiñeron de dudas. Lo que parecía su inminente juicio político, quedó lejos de siquiera debatirse con seriedad.
Del otro lado del pasillo bipartidista, Nancy Pelosi, líder de la mayoría demócrata en la cámara baja del Congreso, llamó a la cordura y argumentó que, aunque existiesen pruebas en su contra, las experiencias contadas hasta ese momento indicaban que cualquier caso a llevarse debería ser tan sólido como fuese posible. Es decir, al contrario de la lógica jurídica, donde la verdad comprobable es el fin de los litigios legales, en esta dimensión de la posverdad y las noticias falsas, solamente la verdad absoluta parece ser la solución -la salvación.
Tal narrativa rompe con todo molde argumentativo que en la política moderna se haya experimentado; los políticos populistas se recubren a sí mismos con una inmunidad simbólica, tan difícil de descubrir como de enfrentar. Ni la evidencia ni la razón tienen cabida en esa contienda. El peligro mayor es alcanzar tal punto de distorsión de la esfera pública, donde no sólo se necesiten pruebas y evidencias, sino que sea necesaria una verdad tan categórica, tan vehemente que alcanzarla sea un ejercicio fútil de infinito alcance.
Ese es el éxito de los partidarios del “trumpismo”, desgastar el valor de la razón a tal punto que perseguirla suponga esfuerzos con costos de oportunidad inalcanzables. Además, el cálculo político y el oportunismo electoral juegan roles imprescindibles en esta dinámica oscurantista, de la cual los EUA parece no poder liberarse.1
Las consecuencias nacionales no son para nada alentadoras; la expansión transfronteriza de discursos divisorios ya ha alcanzado a Costa Rica, y la situación política actual es un caldo de cultivo con condiciones excepcionales para el desarrollo de una narrativa que suponga la negación de las pruebas y la evidencia. El país, por lo tanto, corre el riesgo de amplificar la ruptura entre el orden político y la razón, so pena de perseguir una verdad absoluta e imposible de alcanzar.
El Estado costarricense se encuentra en etapas tempranas -o avanzadas, en algunos casos- de obsolescencia. La ineficiencia en la inversión, la inoperancia funcional que la inercia organizacional ha premiado, y la aberrante corrupción en todas sus escalas y dimensiones son elementos que se aplican en mayor o menor medida a (casi) todas las instituciones públicas.
Sumado a ello, la reticencia a la adaptación a nuevas formas de gestión pública, que permitan una evaluación constante y objetiva forman una bola de nieve que ha venido consumiendo grandes cantidades de recursos en equipos y sistemas innecesarios, destinados únicamente a formar parte de una hoja de cálculo en un presupuesto institucional.
Si bien se han realizado importantes avances, la gestión pública es multidimensional, y por ello un hito en un área no supone una mejora en otras que son igualmente relevantes. Un ejemplo, casi toda la administración pública utiliza la firma digital para sustituir el papeleo interno, lo que sin duda supone un ahorro en papel y archivo del mismo. No obstante, estos costos no se equiparan a los que podrían ahorrarse en un rediseño de procesos institucionales que, en algunos casos, implicaría la dispensa de aquellos funcionarios cuyas funciones sean redundantes o, a todas luces, ineficiente.
Siguiendo el ejemplo, para ello se necesitaría un sistema de evaluación que se apegue a resultados específicos que tengan en cuenta la eficiencia y efectividad. Este argumento puede resultar problemático dado que se acerca osadamente a lo que las corrientes liberales y libertarias defienden en sus planteamientos de eficiencia y tamaño del Estado. No obstante, el Estado no funciona en los términos operativos en que lo hace, por ejemplo, la empresa privada. No tiene por qué hacerlo. Sin embargo, el hecho de que la noción del Estado -particularmente, la costarricense- se inscriba en elevados gastos y pocos resultados no debe empujar a la opinión pública, ni a los propios funcionarios, a darla como inequívoca.
Allí es donde sí se puede aprender del sector productivo, siempre celoso de sus recursos, su productividad y sus márgenes; el Estado debe trabajar en pos de la optimización de las inversiones (para dejar desde ya de llamarle gastos) y en la agilización de los trámites. Muchos de los debates sobre la llamada “Reforma del Estado” tocan estos puntos desde un plano general, propositivo -casi discursivo-, sin embargo, pocos elementos de los análisis que se han realizado indagan dónde y cómo se deberán ejecutar los cambios.
Muchas posiciones politizadas fundamentan sus críticas al Estado en relación a su tamaño, lo cual podría parecer verídico pero, como todo en este mundo, lo es a medias. El aparato estatal costarricense tiene varias instituciones arcaicas y otras inoperantes; es decir, sí, hay muchas instituciones. No obstante, el alcance de estas, por el cual medir realmente el tamaño del Estado, es, muchas veces, limitado.
En concreto, podrían listarse algunas soluciones que permitan definir un norte claro, como un ente que centralice las compras, mediante sistemas realmente unificados de compras públicas, manejar de forma sectorizada la planificación e inversión tecnológica de las diversas entidades públicas, e incluso ofrecerle al habitante plataformas que se basen en datos (inteligencia artificial al servicio del Estado) para verdaderamente transformar al país digitalmente.
Estos elementos necesitan de una voluntad y decisiones firmes, cuyos costos se justificarían y se llegarían a cubrir en el corto plazo, entendiendo que la verdadera ganancia del Estado es la satisfacción de las demandas ciudadanas frente a los servicios que brinda. La digitalización de esta infraestructura de información y procesos (la verdadera mezcla de tecnología e innovación) generaría el valor -agregado y público- suficiente para combatir la corrupción y disminuir los problemas fiscales.
El curso de la historia electoral de los últimos meses hace pensar, no obstante, que la innovación y la transformación de la gestión pública no son prioritarios, ni siquiera transversales en los motivos presidenciales de los dos candidatos restantes. La digitalización, y la gobernanza digital del país, siguen siendo temas ocultos para la ciudadanía.
En la Costa Rica del Bicentenario no habrán más ni mejores servicios digitales, electrónicos, virtuales o como se le quieran llamar. Al parecer, el país que cumplirá 200 años como República independiente seguirá despilfarrando recursos; en él persistirán las prácticas de opacidad y de verticalidad en las instituciones, mantendrá niveles bajos de inversión en los sectores más dinámicos y, como verdadero balance, la Costa Rica de 2021 se verá superada por otros Estados que antes veía sobre el hombro, con desdén, los cuales sí tomaron las decisiones acertadas en el momento correcto.
En las vísperas del inicio de una nueva campaña electoral (hay que irse acostumbrando: vienen cada dos años), las redes sociales están en más agitadas que nunca. Desde los confines periodísticos de Twitter hasta la amplitud popular de Facebook, se configura un ambiente perceptiblemente polarizado, antipático y, preocupantemente, antisistema. Los motivos de siempre (desigualdad, pobreza, inseguridad) se suman a eventos coyunturales que transgreden la institucionalidad pública y con ello el imaginario colectivo sobre la probidad y justicia de los funcionarios –ya de por sí dañado.
Estamos a las puertas de un proceso electoral que asoma desgastante, tanto para los actores políticos involucrados, como para nosotros: ciudadanos, habitantes, personas. Esto debido a la intensidad con que se ha venido desarrollando la (pre)campaña política en plataformas digitales, a las que casi la totalidad de costarricenses con conexión a Internet accede a diario. Esto es, con poca información, arrebatos de altanería, gritos, falsas promesas y berrinches. Esto es lo que más de 600.000 usuarios consumen de forma directa y orgánica (conservadoramente, más de un millón lo harán indirectamente).
Esta es la arena que ha albergado “el debate” político los últimos meses y que reforzará cualquier gira y reunión comunal que tengan los candidatos; es en el plano virtual donde se dicen -y callan- la mayoría de propuestas, promesas, verdades y mentiras. Hemos visto que precandidatos han logrado amasar importantes cantidades de seguidores, así como hemos visto resonar sus mensajes, muchas veces incendiarios, en complicidad de medios tradicionales, hasta ser el trending topic del día, la semana y hasta del mes.
Para nadie es secreto que los candidatos se asesoran en estas cuestiones; a veces bien, a veces mal, y a veces a medias. Unos lo llaman comunicación política, otras corrientes más pragmáticas lo titulan marketing político. Ambos tienen la misma finalidad: presentar un candidato, identificarnos con su causa y convencernos de votar por él o ella. Desde lo memorable hasta lo irrelevante; de lo pertinente hasta lo oportunista, el espectro con el que trabajan aquellas personas “presidenciables” es amplio y con varios niveles de profundidad.
Lastimosamente, hemos visto cómo nos consume una avalancha de superficialidad, politiquería y ataques ad hominem que poco ayuda a la deliberación, mucho menos a la democracia. En medio de esta vendaval de contenido vacío se nos programa para reproducir con aquello con lo que coincidimos. Polarizamos nuestro medio, nuestra visión; y es que así se nos presentan los candidatos, en un juego de suma cero: “conmigo, o en mi contra”. En el imaginario se construyen representaciones de este tipo, donde apoyamos o adversamos totalmente, no se vale una postura media. La coherencia se pierde y se da pie a la pasión.
Estas construcciones se fundamentan en aquello que nos comunican, en lo que nos venden. “Los gobiernos de tal o cual partido han sido malos por todo lo que representan, yo represento lo contario, por ende debo gobernar”. Este tipo de falacia resume el contenido que tenemos en nuestras pantallas y que, a veces, llegamos a dar por verdad.
La comunicación digital ha deparado en que consumamos política de la misma forma en que consumimos deportes o entretenimiento, mediante la idealización del individuo. Las ideas, el partido y las propuestas importan poco, solamente ayudan a configurar una narrativa que se desarrollará con base en frases y apariciones. El político es una figura pública, y el morbo colectivo requiere que se exponga, que se muestre y que nos refleje tal cual es; tal cual somos. Nos alejan de lo político, de lo normativo, de lo trascendental y nos acercan a lo personal, a lo momentáneo y lo discursivo.
En la dinámica de la era digital, y particularmente subrayada por la propia dinámica política (o politiquera), manipulamos a los ilustres que nos pretenden gobernar para que nos entreguen contenido mediocre, y ellos nos manipulan para que les pidamos el mismo tipo de contenido. Llámesele paradoja, o ciclo vicioso, buscamos identificarnos con aquello que nos es familiar y con lo que percibimos cercano. Nos dejamos manipular buscando esa falsa representación.
Como dijo Malraux, cada pueblo tiene los gobernantes que se le parecen. Esto incluye lo bueno, lo malo, lo honesto y lo corrupto; incluye la altura con que debaten, con que se presentan y con la que buscan convencer a la gente. Incluye todo y a todos. El período entre octubre y febrero será una oportunidad para cambiar o perpetuar este comportamiento; para que nos sigan manipulando o para manipular de vuelta.
Es innegable que dentro de los objetivos de política pública en Costa Rica resalten propósitos fiscales, de combate a la pobreza y desigualdad, de comercio exterior; seguridad, educación e infraestructura. Sin duda son temas prioritarios en el seno de un país en desarrollo como lo es Costa Rica. De ahí que la gobernanza sea un juego particularmente difícil, teniendo en cuenta la escases de recursos y las varias instancias de veto (legítimo o no) que existen en la burocracia estatal del país.
No obstante, todas estas materias están dirigidas por una meta-política; una visión país que sienta precedentes y define objetivos y metas de mediano e, idealmente, largo plazo. En este caso, desde hace algunos años, trascendiendo a la administración actual, se definió que dicha gran política sería el ingreso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Muchos le conocen como el club de países ricos (salvo Corea del Sur y Japón, de occidente).
Esto significa que Costa Rica deberá dar un salto cualitativo de proporciones incalculables (más allá de lo que indiquen los indicadores de progreso que la misma organización vendrá a imponer al país). Esto por cuanto el rezago de Costa Rica en materia fiscal, educativa, tecno-científica y administrativa, entre otras, es considerable. No se trata de una declaratoria vacía; aceptar el compromiso conlleva enderezar el rumbo que han llevado estas áreas por años, por las buenas –idealmente- o por las malas.
Por ejemplo, el caso de la inversión en ciencia y tecnología, dos áreas que actualmente resultarían en una priorización baja para cualquier político o tomador de decisiones. Sin embargo, la economía mundial se encuentra en pleno vuelco hacia estas áreas como impulsoras del crecimiento y desarrollo. Es decir, el país no sólo se encuentra rezagado, sino que evidencia una clara negligencia respecto de las tendencias globales de inversión y atracción de capital.
La forma más clara de materializar este ejemplo es mirando al Ministerio de Ciencia, Tecnología y Telecomunicaciones (MICITT) y autoridad en la materia. Por un lado, es la institución llamada a ser la rectora en toda materia de ciencia, tecnología, innovación y telecomunicaciones pero, por otra parte, pelea por el puesto de ministerio más pequeño –tanto en número de funcionarios como en recursos financieros. Bajo tal estructura es claro que el objetivo de estar a la altura, o en la estela, de los países miembros de la OCDE es un objetivo ingenuo. Particularmente, contando con que estos países aprecian la innovación como el principal valor (económico y simbólico), y ello se refleja en los productos, servicios e ideas que surgen gracias estímulos positivos en dichas áreas.
Ahora, en el umbral de una nueva campaña política plagada de promesas, más o menos alcanzables, es momento de escuchar, debatir y reclamar a los candidatos sobre el ingreso a la OCDE. Seguirá siendo una quimera; un eterno discurso de progreso o, ¿se pretende realizar de forma tangible, medible y evaluable? De ser así, ¿con cuáles propuestas y bajo cuáles estructuras?
De la misma forma que la carbono neutralidad en el año 2021, la propuesta de incorporación a la OCDE deja más preguntas que respuestas, y más dudas que logros. Actualmente, Costa Rica compite contra sí misma, pero en compañía de Colombia, Rusia y Lituania para ser admitidos como miembros de la organización.
El reto es principalmente cultural; implica un cambio que trasciende la mera política monetaria y fiscal del país. Ingresar a la OCDE significa transformar a la sociedad permisiva, corruptible y pasiva de la actualidad, en una sociedad que no tolere la corrupción, que valore el trabajo, dignifique el emprendurismo y que valore las ideas y la innovación. Los cambios normativos sucederán, más temprano que tarde –idealmente, pero el cambio cultural es la sola condición para evolucionar como sociedad o fracasar en el intento.
El ejemplo británico permite dimensionar los intereses políticos
Aproximándonos a un año del referéndum en el cual el Reino Unido decidió separarse de la Unión Europea, surgen valiosas enseñanzas que, a nivel político, deberían quedarnos como lecciones de todo lo que es posible en las democracias modernas.
Esto debido a que el Brexit fue la culminación de un movimiento liderado por actores políticos que encontraron en la coyuntura separatista mayor poder del que jamás fueron capaces de detentar. Ese movimiento se vio alimentado por mentiras y medias verdades, propaganda vacía y trucos publicitarios propios de una guerra mercadotécnica.
Entre los principales instigadores de esta histórica votación resaltan Boris Johnson, exalcalde londinense, y ahora secretario de asuntos extranjeros, y Nigel Farage, eurodiputado por el Partido Independista del Reino Unido (UKIP –en inglés)- y euroescéptico reconocido.
Actores y líderes se contradicen y persisten los nublados
Hace unas semanas la Primer Ministra, Theresa May, en complicidad con la Casa de los Comunes (House of Commons) –como se le conoce a la cámara baja del parlamento inglés- aprobaron activar el artículo 50 del estatuto orgánico de la Unión Europea (UE). Esta norma es la que efectivamente estipula el proceso y duración para la salida de un país miembro del bloque común.
Sin embargo, algunos miembros del parlamento han expresado sus dudas acerca del proceso, ya que algunos de los encargados de llevar a buen puerto el proceso han mostrado opiniones diversas sobre la rigurosidad de la separación. Lo que han llamado el hard Brexit vs el soft Brexit. El adjetivo califica la supuesta dureza que la UE tendrá con el gobierno británico dependiendo de las políticas y decisiones diplomáticas que tome.
Incluso, el presidente del Parlamento Europeo, el italiano Antonio Tajani, presentó un nuevo escenario posible tras su primera reunión con la Primer Ministra May. Dicha posibilidad se debe a la decisión de May de llamar a elecciones adelantadas, con el fin de definir el nuevo gobierno antes de dar inicio oficialmente a las negociaciones de la salida. Así, según el líder italiano, si se diera un cambio de gobierno, el o la nueva primer ministra podrían retirar el proyecto de salida británica del Parlamento Europeo. Por supuesto, el bloque votaría a favor de esta retractación y con ello cambiaría todo.
Promesas y amenazas
A pesar de lo contradictorio del actual estado del Brexit, todos los involucrados ofrecen sus líneas a los medios y a la ciudadanía reafirmando sus consignas y motivos. Por un lado, los que quieren salir, May y el actual gobierno británico, han sido enfáticos en que no hay vuelta atrás. Nigel Farage ha insistido en que la voluntad popular ha de prevalecer, y que deben dejarse lado las amenazas y mentiras. La ironía no escapa.
Por otra parte, desde las instancias de poder político en Europa, Tajani, la Canciller alemana Angela Merkel y otros eurodiputados llaman a conciliar y tomar la mejor decisión posible. No obstante, no faltan las voces que llaman a cortar relaciones de la forma que mejor convenga a la UE. Es decir, “castigar” al Reino Unido en todo ámbito posible, empezando por el económico.
Lo que no debe pasarse por alto es que ciertamente la UE tiene la mejor posición para negociar, pues tiene un poder de veto sobre cualquier trato que los británicos puedan propones que no se ajuste a los mejores intereses europeos.
¿Y la ciudadanía?
Más allá del referéndum del año anterior, la sociedad ha pasado a un segundo plano. Los políticos se han servido de la retórica que “la sociedad” o “la ciudadanía” les permiten elucubrar. Se ha devaluado a algo así como carta de juego en el tablero del Brexit.
Lo paradójico, y que debería servirnos de moraleja, es que a partir de un llamado a la autodeterminación y participación democrática, es la sociedad la que ahora se encuentra en un estado tan enajenado y proclive a los desequilibrios políticos y económicos que su decisión ha empezado a causar.
La especulación, en este caso, ha sido unos de los principales detonantes de una relativa intranquilidad en mercados poderosos como el financiero que se encuentra al borde de desanclarse de Londres.
Esta especulación es la que ha motivado a los políticos a llenarse las bocas de opiniones más que de hechos, generando un plano político frágil y polarizado que resulta no menos peligroso que las vociferantes voces de odio que tienden a aparecer en tales contextos.
En Costa Rica…
Recientemente presenciamos la victoria de Antonio Álvarez Desanti sobre sus rivales de partido por la candidatura del mismo. La jornada electoral se extendió varias horas, días incluso, y ello sacó las (¿verdaderas?) caras de los involucrados. Pero, con la victoria resuelta, Álvarez entonó palabras de calma llamando a la unidad y transformación del partido. Lo mismo se escuchó en el Reino Unido el 24 de junio del año anterior.
Semanas después, viejos conocidos ya calculan su regreso al partido con más historia del país. Incluso, Álvarez se retractó del anuncio inicial tras anunciarse su victoria, de que no aceptaría a Figueres en su campaña presidencial.
Desde ya algunos de los candidatos manejan sus discursos alrededor de temas sensibles pero incendiarios, y altamente atractivos para segmentos de la población muy específicos. Esto se da de forma muy similar al manejo que se hizo en el Reino Unido sobre la autodeterminación del pueblo británico, y la soberanía nacional(ista).
Las trampas sin duda populistas son muchas, a veces más evidentes que otras, pero siempre a la orden del día. Es una cuestión que trasciende el llamado espectro ideológico (izquierda-derecha), ya que implica la deconstrucción de un modelo social establecido y el reforzamiento de una hegemonía elitista de políticos-empresarios.
La principal lección que debe quedarnos, y la que debemos repasar durante los próximos meses y años de negociaciones del Brexit, es la facilidad con la que las palabras construyen mundos irreales. Con ello, debemos hacer un esfuerzo reflexivo de verdadera crítica ante posturas y opiniones y, más aún, de quienes las externen, ya que son estos quienes replican y refuerzan las ideas nocivas que una sociedad como la nuestra no debe permitir.
Dichosamente tenemos un ejemplo vivo y en desarrollo de lo que la politiquería puede causar. Estamos a tiempo de tomar las precauciones del caso y adelantarnos a quienes busquen sacar ventaja del cinismo y falsos sentimientos nacionalistas que sólo sirven al odio y la distancia.
Un convenio interinstitucional fue firmado para llevar adelante el proceso para esta modalidad de pago en autobuses
El pago electrónico del transporte público, en modalidad de autobús, ha sido un proceso quimérico en la administración del transporte público desde hace varios años (cerca ya de dos décadas).
Han existido malos ratos para usuarios y choferes, los cuales han sido expuestos, lamentablemente, a una violencia desmedida por parte de antisociales en busca de dinero en efectivo.
Este ha sido un tema recurrente en la discusión sobre la importancia de digitalizar los pagos de pasajes. Si bien es un punto sensible, ya que vidas se han perdido vidas, no es el único. El debate tiene varias dimensiones que atañen desde lo moral y lo práctico hasta lo eficiente.
Estos breves apuntes tienen como motivo el reciente acuerdo que lograron algunas instituciones públicas para empezar a trabajar de cara a una implementación de cobro electrónico en autobuses. Con esto se pretende contextualizar algunas de las dimensiones más relevantes en dicha discusión y poder entender mejor el peso de este tipo de decisiones.
¿Es realmente conveniente?
Esta pregunta se podría contestar sola después de abordar cualquier autobús en cualquier ruta del país. El manejo de billetes y monedas, la suciedad, incomodidad y la inseguridad que la suma de los anteriores factores genera son justificaciones suficientes para declarar la conveniencia.
Uno de los puntos, sin embargo, que sobresale es el del costo transaccional que tiene, para el usuario promedio, el pago con efectivo en buses. El reciente convenio, suscrito entre la Autoridad Reguladora de Servicios Públicos (ARESEP), el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT), el Instituto Costarricense de Ferrocarriles (INCOFER) y el Banco Central (BCCR) apunta a reducir el costo social que representa para los usuarios el uso de billetes y monedas.
Dicho costo social está conformado por, entre otros elementos, la seguridad, el precio real de transportar dinero y la eficiencia del servicio. En la mayoría de casos actuales, la ineficiencia.
Con ello, se pretende que los operadores (concesionarios) de las rutas de transporte público optimicen sus operaciones, brindando un mejor servicio al usuario. Esto pasaría por una fiscalización cercana y oportuna de la ARESEP y el MOPT, los cuales contarían con información fidedigna para formular directrices y políticas.
El método de pago
Si bien es un paso importante en la consecución de una práctica indispensable en la modernización del transporte público, y del Estado, deben atenderse con cuidado los pormenores de la propuesta.
El pago electrónico es un hecho antiguo ya en la mayoría de países desarrollados; cada Estado ha planteado su sistema y lo ha implementado con mayor o menor intromisión de la empresa privada. Así como con mayor o menor intermodalidad (bus-tren-tranvía-metro; cualquiera fuera el caso). No obstante, por experiencia propia y por repaso rápido de documentación, el método es casi siempre el mismo.
La práctica común, eficiente e inclusiva (este factor es indispensable) es la utilización de un sistema de tarjetas o tiquetes recargables. Algo similar al servicio de telefonía celular prepago. Con este método cualquier persona puede adquirir la tarjeta, cargarla con el monto que se desee y utilizarla en sus viajes hasta que dicho monto se acabe o sea insuficiente para completar un viaje.
Y en Costa Rica
El convenio interinstitucional emitido recientemente incluye al BCCR como estandarte del sistema de pagos y transacciones electrónicas en el país. Y no es para menos; el BCCR, en su división de Sistemas de Pago, gestó el Sistema Nacional de Pagos Electrónicos (SINPE), para articular las transacciones (inter)bancarias en la sociedad. Ello, de la mano de la Firma Digital, ha sido un hecho trascendental en materia de digitalización en al país. No obstante, su uso es limitado aún.
El BCCR aboga por la utilización del SINPE como medio de pago utilizando la infraestructura ya establecida en su institución misma, así como en el sistema bancario nacional. La intención es que el pago en autobuses se dé mediante tarjetas de crédito o débito, mediante la tecnología EMV (Europay MasterCard Visa), así como la contactless (NFC).
Ahora, no hay duda de que la pretensión que fundamenta tal idea es la de fomentar el uso de instrumentos financieros formales, como la banca. Sin embargo, la realidad del país es distinta. He allí la disyuntiva: apostar por incentivar la bancarización de las personas (2,5 millones de ciudadanos cuentan con tarjetas bancarias. Unas 1,3 millones están fuera del sistema financiero formal), o promover el uso de mecanismos con menores requerimientos para el usuario.
Ambas perspectivas tienen sus beneficios; la promoción del SINPE fomentaría la creación de nuevas cuentas bancarias, incentivando a las personas (mayores de 15 años) a formalizar sus finanzas y con ello tener un control más detallado de la actividad económica en el país. Idealmente, es el escenario indicado; pero en una coyuntura donde el 45% de la población trabaja de manera informal, es un escenario complejo de alcanzar.
Por otra parte, la utilización de mecanismos como tarjetas permitiría tener un impacto más uniforme en la población, de forma más inclusiva. Esto pues las personas, incluso menores de 12 años, podrían contar con una tarjeta dispensada en múltiples puntos del país. Eso significa que el sector privado tendría un papel más dinámico en esta nueva práctica económica.
Desde un punto de vista de inclusión y participación económica, el segundo caso es óptimo.
No obstante, ambos escenarios no deben ser excluyentes. La tercera opción podría formularse como una convivencia de ambos métodos, donde quien quiera, pueda pagar con tarjetas bancarias; y donde quien lo desee pueda hacerlo con tarjetas prepagadas.
La convivencia de ambos sistemas incluso podría determinar, desde una perspectiva de eficiencia, la opción más rentable. Lo importante es que la convivencia de uno u otro sistema –o ambos con el efectivo sea la menor posible y así, en efecto, desincentivar el uso de este. Ello sería un incentivo para generar el cambio de paradigma en la sociedad.
Fiscalización y políticas públicas
Demás está decir que, independientemente del modelo que se decida, la ARESEP y el MOPT tendrán un control cercano sobre los concesionarios autobuseros pues las cifras de pasajeros y viajes estarían disponibles digitalmente.
Esta implementación permitiría incluso controlar la frecuencia de viajes y, con ello, plantear nuevas rutas o la reformulación de rutas existentes. Todo ello con base en datos reales, inalterados e, idealmente, públicos.
No sólo serían las instituciones quienes se beneficien de ello, sino los usuarios finalmente contarían con un servicio de calidad, fiscalizado de forma pertinente y menos susceptible a distorsiones aleatorias y antojadizas.
Para el Estado, el verdadero valor se encuentra en retomar el control de una actividad de su competencia. Además, hacerlo ahora con potestad efectiva, basada en evidencia y validada por sistemas electrónicos solventes y probados.
Entonces…
El país está en su punto más cercano de la inclusión de un sistema electrónico que beneficie a la gran mayoría de la población directamente. Sin embargo, debe prestársele atención al desarrollo de su implementación, pues una decisión podría tener distinto impacto en un mayor o menor número de personas.
Lo importante, a pesar de todo, es que el proyecto avance sin trabas políticas o institucionales, y así poder tener un transporte público eficiente y de mayor calidad cuan pronto se posible.
Esto además es indicio de que el Estado puede –y debe modernizarse, siguiendo prácticas de informatización de servicios públicos. Lo que continúa haciendo falta es la rectoría clara y efectiva en la materia, que englobe este tipo de esfuerzos; entiéndase, una verdadera gobernanza digital.
Mucho se dice del peso de Internet y las redes sociales en el transcurso y devenir de los procesos electorales. Sobre el acercamiento que los partidos tienen con la ciudadanía, y de la rendición de cuentas que representa para la ciudadanía; cuestionar, problematizar y, en menor medida, dialogar con los candidatos a ejercer su representación. Alrededor del mundo este tema no deja de resonar; las redes sociales promueven -idealmente- un estrechamiento en la dinámica votante-candidato, y posteriormente representante-representado. Ahora bien, digo idealmente con la intriga de realmente conocer si esta dinámica ha cambiado, o está cambiando.
No obstante, no caben maniqueísmos. Internet ha sido una herramienta fundamental en la política, permitiéndole a mucha más gente tener la posibilidad de accesar la información muchas veces antes inalcanzable. Además, tiene un alto nivel de resonancia e impacto en la ciudadanía, gracias al papel de consumo y producción de los medios tradicionales. En Costa Rica, seis de cada diez hogares tienen una conexión a Internet, y existen más de siete millones de líneas celulares, la mayoría de estas con acceso móvil a la Web. Conservadoramente, la mitad de la población costarricense tiene acceso o ha accedido a Internet recientemente. Además, Facebook es la red social más usada en Costa Rica, por cerca del 80% de quienes tienen acceso a Internet.
Consecuentemente, es allí donde ocurre el mayor intercambio de información, contenido y opiniones en el mundo virtual. Por ende, es allí donde los partidos y candidatos van para ser vistos y escuchados –o deberían ir. Nuevamente, debe refinarse la generalización del papel de Internet en la política. Inicialmente, se sabe que la mitad de la población -por lo menos- no tiene acceso directo a estos sitios, luego, debe analizarse qué consumen quienes sí están presentes en dicha esfera virtual.
Adicionalmente, debe verse a los partidos políticos, fundamentos del debate político (digital). Si la mitad de la población no tiene acceso a Internet, ni a Facebook para tal caso, sería consecuente que los partidos políticos que busquen representar a esa población tampoco cuenten con estas herramientas. Se sabe también que la mayoría de la población “desconectada” vive en la periferia rural del país, mientras que los mayores de nivel de conexión se observan en las zonas urbanas, principalmente la Gran Área Metropolitana (GAM).
La realidad, entonces, obedece a tan simple y lógico pensamiento. Efectivamente, en Puntarenas, Limón y, especialmente, Guanacaste existen lo más bajos niveles de acceso a Internet, y muchos menos partidos políticos -especialmente locales- con presencia Web. Es decir, en tales provincias, y sus respectivas municipalidades, la campaña política sigue siendo cosa de partidos tradicionales, de forma tradicional. En estas regiones los espacios digitales de diálogo y debate no han nacido o explotado como, por ejemplo, en la zona central del país, donde incluso en un mismo cantón pueden competir dos o más partidos locales, haciendo uso intensivo de redes sociales para tal fin.
¿Cuáles son las repercusiones democráticas de esto? La respuesta es parte de un análisis todavía inexplorado, pero atrevidamente podría decirse que la corrupción, el clientelismo y las prebendas son todavía las herramientas con las que se trabaja en tales zonas. No obstante, aún en la GAM, y dada la proliferación de partidos locales, un gran número de estos tampoco cuentan con este tipo de herramientas digitales. Los que sí las tienen, ofrecen desde páginas Web con gran funcionalidad, hasta blogs con pavorosa desactualización. No existe una apropiación real y funcional de la tecnología, Internet especialmente.
Recién presenciamos las primeras elecciones municipales de medio período, y la historia será testigo del rol que tuvieron las herramientas digitales y, con ello, evidenciará las realidades sociales, económicas y políticas del país. La quimera de la campaña digital, del gobierno electrónico y abierto en TODA Costa Rica está aún lejos, y estas elecciones darán cuenta de ello.
La resaca moral que se cierne sobre Occidente permite que ocurran cosas que tal vez no concuerdan con los principios liberales que rigen a la mayor parte de las sociedades en él inscritas. La larga sombra de los nefastos ataques en París es un metafórico camino para la (des)gobernanza mundial. Libertades y derechos son puestos en cuestión so pena de claudicar ante el terrorismo, pero ¿cuánto están dispuestos a cuestionar los gobiernos de Occidente?
Sí, París es un símbolo; un ícono de la democracia y la libertad (cuyas contradicciones históricas y sociales se dejarán ser). El ataque a París fue, desde una perspectiva global, un ataque contra la moral y los principios de Occidente. Los terroristas perpetradores lo sabían, así como saben que sus acciones, y las reacciones que han desatado, servirán para revolver aún más las agitadas aguas de la geopolítica internacional.
El interés detrás del terror se fundamenta en distintas bases que van desde lo económico hasta lo político y militar. La reacción de Francia es parte de ese cálculo de resultados que consideraban en su baraja. Europa, Estados Unidos y el resto de G-20 reafirman la contradicción fundamental; los ataques calculados tienen reacciones calculadas. Los bombardeos son insistentes, pero no donde, militar y estratégicamente, deberían serlo.
Occidente, por su parte, se ha vaciado en repudios hacia los fundamentalismos, sociales y religiosos. Aunque este último sea una deshonesta fachada para el terror. Desde los países democráticos se oyen clamores por justicia, aunque con ello se validen injusticias en nombre de la libertad y la democracia (Bashar al-Assad negocia su permanencia en el poder con las potencias militares que buscan acabar con EI). Como era de esperarse se oyen también impertinencias xenofóbicas y, -vaya- contradictoriamente, violentas y absolutistas.
La tragedia sigue fresca; el reclutamiento de militantes del terror sigue sorprendiendo a muchos. Occidente sigue bombardeando aldeas y villas que poco o nada ya tienen que ver con los terroristas, y la inteligencia militar sigue opacada por las estrategias geopolíticas de los gobernantes mundiales. “EI” continúa operando con la venia de actores que subrepticiamente le permiten generar ganancias monetarias y distribuir su vil propaganda de odio.
El problema de Occidente, y la ganancia de EI, es la exposición. El golpe material y simbólico en París, aparte de estrategia, es mercadeo de guerra. Guerra también simbólica, pues el enemigo es el orden impuesto; el que las sociedades de Oriente medio aún reprochan. La evidencia se cuenta por miles, allá en Hungría, Grecia y Alemania.
Ante ello, ¿cómo lidiar con EI en Occidente? La información. Los datos que se transmiten infinitamente por los cables y satélites que conectan a millones de personas en el mundo. En este período sombrío, Francia se ocupa en aprobar leyes contra el terrorismo y la conspiración cibernética. Estas se enmarcan en el estado de emergencia en el que se ha declarado el país galo. Buscan, en espíritu, acceder a información, sitios o cualquier dato que se asuma pro-terrorista, desde cualquier equipo o artefacto decomisado. El orden público está en el centro de dicha legislación, por lo que la justicia, en cualquiera de sus formas, puede imponerlo (no salvan formas) cuando así lo disponga.
Esto trae a la memoria a los Estados Unidos bajo Bush (Jr.), tras los atentados de noviembre 2001. Súmase a esto las discusiones que en la actualidad se tramitan en el Parlamento Europeo sobre uso y regulaciones de Internet. Meses atrás Francia ya se había encausado por esa vía amparando la recolección de datos de telefonía y pujando por mayor control de la Web. Estados Unidos, Inglaterra y otros como Argentina y México también han puesto en práctica, con mayor o menor alteración social, mecanismos de “vigilancia” y control.
La libertad, en Occidente, no se cuestiona. Incluso cuando los gobiernos la han cuestionado en nombre de sus ciudadanos. En esta resaca de terror, la libertad no se cuestiona.
Cualquier producto de la nueva ola expansiva del desarrollo técnico y tecnológico que aflora en el umbral de la sociedad de la información nace y se desarrolla en medio de determinadas condiciones que deben propiciarlo, generando un ciclo virtuoso de producción e innovación. Ahora bien, la consecución de esas condiciones es lo que representa, incluso en los países más industrializados del mundo, un problema cuasi-estructural.
Además, la industrialización no responde, ni se correlaciona directamente con la capacidad de innovación y desarrollo tecnológico a la que pueda aspirar una nación. Véanse los casos de países como China, Rusia e incluso algunos de la Europa occidental; el gran desarrollo de industrias pesadas no corresponde con el emplazamiento de industrias terciarias, de productos y servicios más refinados. Aunque el caso de China evoluciona hacia ello.
En dicha línea, el desarrollo de nuevas tecnologías y servicios derivados de estas sucede en regiones con mayores niveles de inversión en las mismas, (¿coincidentemente?) de la mano de recurso intelectual altamente capacitado. Lo paradigmático de ello es que la gran mayoría de emprendimientos tecnológicos de alto valor económico son creados/diseñados, impulsados y comandados por personas con amplia experiencia en empresas tecnológicas de punta. En otras palabras, la manzana no cae lejos del árbol.
En ámbitos como el entretenimiento, fotografía, música, mensajería e incluso la educación, prácticamente todas las aplicaciones móviles y fijas desarrolladas provienen de mentes que han integrado equipos como los de Google, Microsoft, Apple y Facebook. Sus ideas se venden por los billones de dólares tras conseguir fuertes apoyos de inversores aventurados y/o visionarios. Y esa es la tendencia que domina el mercado de la innovación en la actualidad: diseñar un producto atractivo, generar interés de grandes inversionistas y vender a una gran empresa. El ciclo parece no acabar.
Entonces, ¿está el desarrollo y la innovación tecnológica delimitada al Silicon Valley californiano y los hubs y think tanks asiáticos? Además, ¿está Latinoamérica destinada a ser un eterno consumidor y perseguidor de estas mismas tecnologías? Bajo los supuestos presentados, sí. Incluso Europa, con toda su riqueza y favorables características, está en la retaguardia de las innovaciones; muchas de las empresas europeas que fuesen otrora líderes, se encuentran reducidas, en venta o en otros ámbitos. Es decir, no hay en Europa un gigante como Apple que pueda desprender de sí recurso que prolifere intelectual y creativamente en el campo de la innovación.
La región europea genera políticas locales de impulso al desarrollo tecnológico; Londres y Amsterdam resaltan por ser catalogados como los ambientes de “incubación” tecnológica más amigables y productivos de la zona, pero están lejos del nivel estadounidense y asiático. Ni siquiera la poderosa Alemania ha podido albergar emprendimientos valiosos. Mientras que si de popularidad se trata, Suecia resalta con la aplicación de música Spotify.
Así bien, ¿dónde queda Latinoamérica? Una región históricamente deprimida, donde -según cifras del BID- no sólo la pobreza generalizada representa un lastre, sino que poco más de la mitad de las personas en la región están desconectadas de la Internet. Bajo estas condiciones el desarrollo de una industria fuerte y ventajosa a nivel tecnológico se hace sumamente difícil, incluso considerando que la aparición y/o fortalecimiento de la misma solamente acrecentaría las brechas existentes.
Latinoamérica, Costa Rica inclusive, produce servicios tecnológicos; soluciones de TI, telecomunicaciones, animación y juegos de video son algunos ejemplos. Pero estos son sólo aplicaciones. No existe una verdadera innovación, ni centros inteligentes ni ecosistemas de creación que fomenten la generación de emprendimientos valiosos. Siendo así la realidad, el continente está lejos todavía de su innovación de un billón de dólares.
Vivimos persiguiendo un sueño que -como decía Galeano- va veinte pasos adelante. Pero este sueño, el nuestro, nunca parece acercarse; por más que caminamos, más parece alejarse. Me disculpo, por más que manejamos, seguimos alejándonos. Tal vez porque ese sueño nuestro es cínico y sarcástico, puesto que el camino debía andarse, mientras que nosotros hacemos trampa y lo recorremos en auto. Tal vez el sueño sólo está ahí soberbio y burlesco frente a nuestra compleja contradicción.
Nos vemos en el camino, lentos y humeantes mientras avanzamos poco a poco, metro a metro, por densas vías de humo, violencia y chatarra. Y nosotros seguimos obstinados, creyendo que en algún momento ese automovilístico atasco de ilusos avanzará, y junto podremos avanzar. Seguimos creyendo que cada uno, por su cuenta y sus medios, puede más que todos.
Cambiamos los pies por las ruedas creyendo que la industria y la tecnología nos redimirían. Nos encerramos en cápsulas de metal y gasolina para escapar a una realidad que nos refleja de inmediato; nos adueñamos de las calles, con altanería mecanicista que se niega a reconocer su agotamiento y error.
Vivimos sobre falsas expectativas utópicas de libertad, derecho, naturaleza y de sociedad. Nos hacemos creer que aunque no avancemos, que aunque estemos tragando humo en necias presas, estamos en el umbral mismo de la realización última de nuestra sociedad, de nuestro transportar y de nuestras vidas. Tercamente olvidamos nuestras piernas mientras circulamos por laberintos asfaltados al son de la fuerza del motor. Vamos paralíticos por caminos que ya no nos soportan, al lado de personas que tampoco lo hacen, luchando por llegar cuanto antes, donde sea, antes que todos.
En la ciudad, aquel caminante de las aceras también cambió; ahora teme por su vida, porque nos ve enfurecidos tras nuestro disfraz mecánico y debe procurar no cometer el impensable error de caminar por nuestro territorio, la calle. Y cuando lo hace, si su paciencia y pulmones se lo permiten, le recordamos que aquel no es lugar para él. Nos despojamos de nuestras calles, ciudades y vidas.
Miramos con desprecio a todo aquel que se atreve a avanzar distinto; “pobre, no puede avanzar como el resto de nosotros: solos, cómodos. Individualizados”. Sentimos lástima de aquellos que gracias a una intransigente facilidad buscan una salida de esa nube de smog en la que muchos pierden sus horas y días.
Necesitamos el auto; creemos necesitarlo. Corroímos tanto nuestras mentes que nuestras piernas ya no funcionan. El pulmón, motor natural, está obsoleto. Somos demasiado altivos para degradarnos a otra cosa que no sea nuestra prisión de metal, nuestro automóvil. Luchamos contra todo para poder satisfacernos con la máxima del bienestar y la comodidad: el transporte individual.
Nuestra sociedad va en automóvil; lenta, pretensiosa y contaminante. Nos hemos dejado convencer de que no existe otra opción para transitar por nuestra vida. Además, esa (falsa) ilusión la hemos trasladado al poder, la institucionalizamos. Hicimos creer a quienes nos gobiernan que esa era la única opción. La consecuencia nos la recuerda nuestro sueño, utópico aquel que nos mira apenado mientras esperamos en filas de motor y smog.
En tanto aquel, aquellos y aquellas, que iban sobre sus piernas, impulsando su avanzar con la fuerza de sus músculos y pulmones siguen de paso. Nos ven sonrientes; ellos no pelean más que contra el cansancio, y aun así se acercan más. A fin de cuentas es una decisión personal y no imposición; quien quiera ver su sueño alejarse desde la comodidad de su automóvil, deberá soportar las presas de la mañana y la tarde.
Pero quien desee avanzar con el viento en su frente y la energía en su cuerpo, que lo haga. Y que los demás lo vean disfrutar, divertirse. Que inste a sus vecinos y amigos al cambio; que convenza a sus gobernantes que sí existe otra opción. Que el sueño se puede alcanzar, y si pedaleamos, tal vez no se burle de nosotros.
El fútbol, en su más amplia dimensión, funciona como una metáfora de la vida; “jugando sin saber que juega”, como dijo Galeano, así es como transcurre la vida. Miro alrededor y veo un gran partido ya comenzado; todos estamos jugando. Unos sí saben, otros sólo quieren correr tras el balón, y allí se ve la diferencia en jugadores. Donde unos son arteros y otros, con más donaire y sutileza, se engalanan y florean el partido con vivezas técnicas. Otros esperan en la banca la oportunidad de por lo menos tocar el balón; darle un significado al uniforme que portan y a los tacos que se pusieron. Muchos más, al contrario, se sientan en la grada a esperar. Unos quieren celebrar mientras otros quieren dejar el pulmón atascado en la malla una vez que le hicieron saber su parecer al equipo contrario.
Es así como nos movemos en nuestro partido; un día vamos en la titular, y otro, muy amargo, nos mandan a la grada. Muchos no quieren salir del campo, otros no quieren ni entrar. La pelota sigue su recorrido, nunca se detiene, a menos que algún descarado cometa un foul que le obligue al árbitro a detener el juego. Muchos añoran los días en que le daban persecución incansable a la pelota; cuando las reglas se borraban y el código del fútbol dictaba a los ganadores. ¡Gol gana! –se oye aún en las polvorientas canchas de barrio, cuando ya nadie puede más. Las reglas también premiaban la decencia -similitud idílica del deporte con la vida-; los niños, jóvenes y alguno que otro grupo de adultos todavía exclaman -¿¡gol o penal!? La máxima de la deshonra deportiva se paga con un irremediable castigo, sólo comparable con la retórica de qué sería lo “menos malo”.
En el fútbol, como en la vida, cuando la deshonra nos pone en evidencia frente a nuestro equipo y nuestros contrincantes, se nos presenta la misma encrucijada; la misma parábola. Quien ose intentar de revertir el gratificante logro del rival de forma deshonesta, debe ser sancionado de una forma que le resulte imposible escapar de la tensión y agobio. En el fútbol, cedemos un gol o invocamos a toda fuerza espiritual para que al último segundo el rival patee mal el balón desde el punto penal. En la vida, cedemos un gol o enfrentamos la agonía cara a cara, hasta el último momento en que podamos -confiando en los instintivos reflejos de supervivencia- hacer algo para rebalancear la situación. En este partido que estamos jugando nos hacen faltas y no las pitan. ¿Hay árbitro?
El problema aflora cuando la deshonra toma forma de concurrencia y la decencia, ya no más regente del juego, se pierde. Es allí donde se decide por retar la suerte; interrumpir el flujo del partido con triquiñuelas ensañadas con el triunfo fácil, inclusive socavando el rendimiento ajeno. Este mismo problema salió de las mejengas, de las liguitas y de los partidos de barrios y se incrustó profundo en el esquema táctico que se nos presenta día a día. En este partido que llevamos nos patean, pateamos algo, pero no pasamos de la media. Esos, los de arriba, no bajan; no ayudan, y cuando lo hacen… mejor se quedaran arriba.
Tanto nos olvidamos de aquel momento de entera felicidad corriendo tras el balón, buscando no sólo anotar sino “jugar bonito”, que ahora la cancha se embarrealó; los arteros no dejan jugar, y aquel que siquiera intente salirse del libreto cae a patadas. Lo peor, cuando nadie quiere ya jugar, ni bien ni bonito, no quieren tocar el balón y tampoco hacer goles. La vida se desdibuja en un partido sin goles; la sociedad se desarma en una vida sin aciertos. Aun así, aparecen “técnicos”, letrados de la estrategia que buscan adoctrinar con formas de juego mezquinas y mediocres, y otros que sin formación alguna quieren un equipo que juegue hacia arriba, ni siquiera entendiendo los fundamentos básicos de la defensa. Ya casi viene el medio tiempo; el descanso le dicen unos. A como vamos, parece que mejor jugamos vuelta y rosca y que se acabe rápido.
Y como vemos, el fútbol es metáfora de la vida; a veces muy clara, como cuando llueve a cántaros y el lodo no deja jugar, y a veces confusa y desalentadora, como también cuando el otro nos tira a cancha y le metemos la mano -¿¡gol o penal?!- Gritarán muchos. Es ahí donde unos incluso hasta objetarían su acto descarado, otros con reacia humildad darían el gol y, están aquellos que, con notoria desidia y altivo pavoneo, buscarán enfrentar tercamente su mala fortuna autoinflingida. Lo triste resulta de reconocer que escasean unos, pero los últimos abundarán, y cada vez con mayor notoriedad. A este partido parece que sólo han llegado de esos. ¡Gol! –No, perdón. Autogol…
Particularmente, hemos estado jugando un partido que se asomaba ordenado y, por qué no, hasta bonito. Ahora, desairados -no por el esfuerzo, sino por la desazón- nos vamos dando cuenta que estamos mejengueando, y con(tra) otros que juegan feo, no quieren jugar y, nadie quiera, hasta la bola reclamarían cuando no les vaya bien. Poco a poco la grada se vacía y hasta el banquillo se acorta; los que están jugando no corren y cuando lo hacen es para golpear y detener el juego. Unos queríamos entrar, tocar el balón y, si resultábamos buenos, hacer el gol. Ahora llueve más; la cancha se embarreala. Pronto se llevan la bola.
La metáfora de la vida también es el fútbol. Por eso miro alrededor, leo este y otros diarios, miro el noticiero y me digo, para no huir de este aterrador espectáculo, pensando en eso que pensó Galeano, una linda jugadita, por amor de Dios.
En el marco de la recién celebrada democracia, no está de más considerar algunos aspectos de tan laureado concepto. Concepto, puesto que muchos saben qué rasgos la definen, pero que muchos también ignoran sus alcances. Pocos, sin embargo, saben reconocerle plenamente, mientras muchos la confunden sin saber en qué punto es, o deja de ser.
Pero eso es otra discusión; la distinción teórica entre democracia real y democracia ideal tan sólo es un conjunto de supuestos. Lo que sin duda existe es la institucionalidad de entes de gobierno que manejan ciertos intereses denominados públicos. Y en la base de todo ello yace el componente axiológico que ha de soportar la idea de la democracia. Como concepto.
Valores como la honestidad, el trabajo, la integridad y, por supuesto, la solidaridad son elementos infaltables de ese esquema que cimienta la idea del interés público (llámesele bien común) y del concepto de democracia. Debe ponérsele especial énfasis al último –la solidaridad. Tal vez sea este el principal valor fundacional de cualquier idea de convivencia colectiva y, no en vano, son muchas las voces que claman por la apropiación real (no ideal) de este.
Desde el punto de vista semántico y etimológico, solidaridad, del latín in solidum (sólido, cohesionado) refiere a una característica ética y moral de los humanos, por cuanto se conecta el vivir personal al del otro. Pero, ¿quién es el otro? Observado del agobiante individualismo que absorbe a la sociedad, ¿qué beneficio implica solidarizarse con el otro?
Para responder a estas interrogantes de forma superficialmente sencilla sería suficiente decir: aquel que no sea yo, y; ninguno, a menos que exista un incentivo en hacerlo. Tristemente, este es el esquema mecánico que se ha implantado en la sociedad moderna, y sólo pocas naciones escapan a ello. La vida transcurre encapsulada en medio de egolatría y egoísmo. Aun pudiendo ayudar, la indiferencia materialista desincentiva cualquier intensión solidaria.
Sin embargo, ¿hasta dónde llegará esto? ¿Está la sociedad destinada a regirse por las leyes del más fuerte, del más apto? O, por el contrario, ¿será posible revertir este cauce individualista que carcome el corazón de las sociedades?
La democracia, como concepto, es consecuencia de una confluencia de principios éticos y humanistas. La democracia, como se práctica actualmente, carece de relación causal o necesaria con la solidaridad. No hace falta interiorizar al otro, conectarse con él, para sostener un puñado de instituciones que vigilan y resguardan el interés público. Para lo que sí hace falta es para condensar ese entramado institucional en una colectividad éticamente superior, que dé forma a una democracia social, ya no de concepto.
Últimamente se ha profundizado esta debacle de la solidaridad, en favor de un individualismo social y económico que pone los pelos de punta. Figuras políticas abogan ya no por principios dogmáticos de sus respectivas “ideologías” (si se les puede llamar así), sino por un abandono gradual y constante de cualquier remanente solidario que pueda quedar todavía en las personas. Estos buscan concretar una sociedad vacía, “llena” sólo de ideales falsos, de líneas motivacionales cliché, y de individuos dispersos, vaciados éticamente, ofreciendo la compensación monetaria como fin.
La solidaridad no depende una forma de Estado u otra; la solidaridad define un tipo de sociedad. Al contrario de la tropical realidad costarricense, no importa si se es de derecha o de izquierda, el ser solidario es un principio ético que desconoce ideología y se fundamenta en el humanismo. Mucho Estado o poco Estado resulta irrelevante, lo importante es cuánta solidaridad exista en la sociedad.
Así, la ausencia de solidaridad solamente deja en evidencia un individualismo hueco y pretensioso que busca sustituir la ética y la moral con promesas de status y poder. La solidaridad, entonces, corre el mismo riesgo que a través de la historia ha corrido la democracia -como concepto-, de convertirse en discurso; instrumental, vacío e irrelevante.
Si la vida se presentara como una metáfora, podría verse como una intersección en un camino. Sin luz, sin dirección, sin ninguna señal que aporte información de cuál camino tomar; de cuál camino evitar; cuántos más caminos habrá más adelante.
Partiendo del presente como momento único de vivencia absoluta, el camino es uno; no se sabe si proviene de una intersección anterior, ni tampoco si la intersección está cerca o lejana. Se aprecia como un fotograma de un carrete más amplio del que se desconoce el inicio, y solamente puede intentar adivinarse el fin. Como para saciar las ansias ante la ceguera y la desesperación.
El camino se dividirá, eso es seguro. Cuando se presenta cada ente, cada individuo, ve su trayecto inexorablemente trastornado. Existe una partición que debería darse por voluntad, escogiendo uno o el otro; pero, fatídicamente, la vida arrincona y separa, casi al azar. Casi.
La valoración ética está de más; la referencia dicotómica es solamente una nueva metáfora. Una del mundo de las ideas en el que se vive. Los unos y los otros, individuos y colectivo; “sociedad” si se quiere, marchan juntos hacia el cruce que ha de marcar los rumbos. Se acerca cada vez más a ese difuso espacio de cambio.
La máscara individual define, en el teatro colectivo, las sendas que se han de tomar, mientras que la máscara colectiva es un pesado reflejo inerte de experiencias pasadas. La multiplicidad se erosiona y se pierde, y surgen dos polos de luz; al medio, la cautivadora intersección dirige el camino. No basta recorrer una senda segura; allí donde los caminos se parten, se subsumen las estelas en una vorágine sin fases, sin dimensiones.
La ilusión terrenal del destino se desdibuja, mientras allí, en la intersección, el universo lanza su ficha y, de forma artera, la toma con fuerza y golpea trepidante el tablero de la vida. Esta vida, una, todas; ilusión del tiempo, queda así atrapada en molde absoluto. Una fuerza que violenta la voluntad e impone su rígida estructura en unos y otros; otros, más que unos, resultan seducidos por las lámparas que muestra el empalme.
Unos van por allí y otros por acá, hay luces por doquier, sus tonos simplemente son distintos. Hay sombras, más allí que acá, tal vez; indica que hay luz. La máscara colectiva vuelve su mirada, lo intenta, lo finge, por lo menos. Después de todo, la máscara cubre la realidad.
Muchas más máscaras, individuos si se quiere, cruzan sus recorridos, chocan, retroceden; unos van más rápido, otros son llevados por un flujo inercial.
Avanza el fotograma, ahora se ve otro, y otro y otro. El futuro se devela por cada camino que se cruza, que avanza o retrocede. El futuro se muestra en el presente, y eso es lo que queda. A unos la vida les alumbra con cómoda visibilidad, a otros les apaga la guía. La metáfora continúa.
Cada camino muestra su inclemencia, ya sea lo bueno o lo malo; unos estarán destinados –confinados- a andar, y nunca salir, del malo. Otros podrán cruzarse al bueno, podrán llegar al malo y volver. Otros deambularán buscando saciar su ansiedad y su desesperación en ambos. La vida presenta esta metafórica intersección día a día; con cada paso, cada vuelta a cada esquina, son momentos que determinan el momento inmediato.
Cada decisión que se presenta es definitoria del presente inmediato. Cada individuo, según su nivel de autoconciencia y criticidad, puede inferir que reacción le supondrá su acción. El colectivo, no obstante, atrapado en una marcha trepidante de supervivencia está nublado ante la realidad individual, siguiendo su paso y avanzando sin más.
La realidad del país es ejemplo claro de este trágico devenir metafórico. La “sociedad” avanza mientras unos (muchos) se quedan –chocan, retroceden, van en la oscuridad. Prueba de ello está en las calles, en las aceras y en los barrios. Las malas decisiones, la arbitrariedad del destino, o una cadena de infortunios han marcado el camino de muchos y muchas que prefieren desistir de avanzar, a intentarlo y toparse nuevamente con un cruce que les designe un peor -o igual- camino al que ya transitan.
El colectivo avanza y sin miramientos abandona a todo aquel que cruce hacia el camino “malo”, incorrecto. El colectivo avanza y cada vez se quedan más.
La realidad política del país es ya de por sí confusa para que, entre discursos, noticias, chismes y renuncias, se problematice acerca de dos conceptos que, desde mi humilde ignorancia, se asemejan y se alejan tanto más se les piensa. A más de 100 días de la toma de posesión del nuevo Gobierno, tal confusión se agranda y con ello se entorpece la evaluación pública y la crítica constructiva.
El Gobierno es una institución política, sancionada en la Constitución Política. Palabras más o palabras menos, lo conforman todas aquellas instancias ejecutivas, electas o designadas, que manejan el curso político del Estado. Este año tuvimos la oportunidad de votar, dos veces, para determinar por medio de regla mayoritaria, quién sería el gobernante que designaría sobre el pueblo su equipo de gobierno; es decir, su plan de acción, su hoja de ruta política.
Pero esta última no viene dada por una persona, ni (ojalá) inventada durante la campaña proselitista; es (debería ser) reflejo del marco dogmático de cada partido concursante en la campaña; es un constructo ideologizado de intereses y pretensiones políticas que se gestan en el partido mismo. En términos generales, el Gobierno deviene de su partido, por lo tanto el partido en sí se convierte en el Partido de Gobierno. Este título, altisonante cuan sea, es pesado, especialmente para un partido cuyos clivajes se profundizan cada día más.
El Partido de Gobierno no es un partido más; si bien ocupa escaños en el Congreso, su peso, sus acciones y personalidades están bajo constante valoración. Cambia el rol del opositor beligerante al de recato y mesura; cualquier acción u omisión puede ser condición suficiente para una crisis política. El Partido ahora resguarda intereses mayores que necesariamente deben entrar en contradicción con su institucionalidad misma, de allí que su reto sea perdurar sin perder aquel núcleo axiológico que le valió la distinción popular por sobre el resto.
El Partido Acción Ciudadana responde a una corriente progresista que, según su propio nombre, invoca al pueblo y su ejercicio crítico de participación. Luis Guillermo Solís ha representado, desde octubre del año pasado, la cabeza (más) visible del partido. He aquí la amalgama: Solís Rivera es el jefe del Estado costarricense y, como tal, líder del Gobierno, cuyas demás ramas ejecutivas deberá delegar y vigilar. Mientras que el PAC es el Partido de Gobierno; todas sus particularidades, afirmaciones y contradicciones están a la orden del día e incesantemente minadas por la “opinión pública”.
Sin embargo, recalco que, desde la humilde visión con que contemplo, confiado en que muchos sentirán lo mismo, la distinción se hace difícil, y a veces demasiado evidente. Ante ello cabe preguntarse, ¿gobierna uno, o gobiernan muchos? ¿Es Luis Guillermo, o es Ottón? ¿Está realmente el poder en Zapote o en Cuesta de Moras, o en Barrio La Granja?
Responder tales preguntas es un ejercicio aparte, que además de tedioso podría resultar irrelevante, dependiendo de dónde se mire. El problema de la (in)distinción entre el Gobierno y el partido que lo consolidó es que el balance de poder se pierde; tres institucionalidades se entremezclan y las figuras prominentes de cada una se encuentran en constante fricción.
Si no, que lo digan los diputados del PAC.
A poco más de 100 días de Gobierno, Luis Guillermo y su Partido se han mostrado dispares e incongruentes. Ideas y premisas se han confundido, las potestades de uno y otro se han ignorado y tal parece que, como popularmente se dice, cada uno jala para su lado.
Tal errático comportamiento acrecienta la duda que comparto en estas líneas acerca del rol estructural y dinámico de cada ente, y su consecuencia política. Me uno a las voces que claman por un gobierno eficiente, transparente y ético, pero con mayor vehemencia me uno a aquellas que piden orden en un partido que hasta hace 100 días era reflejo de congruencia y sensatez, pero que ahora está más cerca de la ironía y desfachatez de la política tradicional.
Cerca de tres meses han pasado desde que el nuevo gobierno liderado por Luis Guillermo Solís Rivera tomó posesión, muchísimos más eventos han transcurrido en las esferas sociales desde aquel simbólico evento con el que parecen haberse redimido los fantasmas de la función pública.
La ilusión construida alrededor de la imagen mesiánica del presidente Solís ha adherido a sí tantas bondades como denotaciones supernaturales, nada más típico de la cultura política latinoamericana; el necesario prócer místico que guíe a la patria a buen puerto, por medio de alegría y apertura, pero que, por su propio bien, no se aleje demasiado de si anclaje histórico.
Ese misticismo se construye sobre redes de poder nuevas; nuevas para aquellos que las mantenían ocultas por mucho tiempo. Estas dinámicas además encarnan la vívida estructura social en la que estamos inmersos, configurándose dentro de un imaginario colectivo cada vez más ecléctico y menos igualitico.
Casi tres meses han sido suficientes para que, desde ese mismo imaginario, se diluya la ilusión que sobre él se construyo. Para todos, el tiempo pasa y con él, las necesidades y las prioridades; después de todo, ahora hasta las lluvias evocan mayores sentimientos que aquella figura del presidente Solís.
Tres meses han bastado para dejar de lado las odiosas divisiones de los comunistas, los radicales y los corruptos, ya todos vuelven a ser aquellas personas que siempre fueron. Nuevamente, frente a los aguaceros ahora todos nos mojamos por igual.
Este misticismo presidencialista, que bien forma parte del imaginario tico, es el mismo que alimenta la idiosincrasia costarricense a niveles que el mismo Carpentier o Márquez hubiesen deseado imaginar. Aquí, donde la lluvia se mezcla con el calor y la discusión del momento.
Pero, repito, la ilusión fundacional se disuelve cada vez más a favor de la noticia del momento, ya sea el de aquellos que sin paga salen a reclamar, o de lo que unos cuantos deportistas planean hacer en un torneo. El aura mística del Presi se va así como lo hizo la barrera de arbustos frente a la sede del Ejecutivo.
Por mientras, todo sigue igual; pronto florecerán los mismos huecos en las mismas calles, las mismas inundaciones y deslizamientos donde siempre se vaticinan, el mismo aguacero que siempre nos empapa. Después de todo, hay que comer, hay que pulsearla, hay que sobrevivir el día a día.
No por nada los tres meses son medida justa para que el tico cambie su foco de atención, característica esencial del imaginario colectivo. Pasada la fiesta hay que buscar reintegrarse y rápidamente encontrar otra distracción, porque ocupamos distraernos de la vida; vivimos en una selva de locura social, económica y política de la cual se debe resguardar la sanidad mental a través de fotografías eufóricas de una vida que a veces se presenta ajena.
Hace tres meses la mayoría era ferviente seguidora del PAC, y de Luis Guillermo Solís, transcurrieron los días siendo huelguistas; empezaron las lluvias y todos chocaban y, en un abrir y cerrar de ojos, todos pasamos de ser ciudadanos a ser aficionados, patriotas y héroes mundiales.
El mágico devenir se nuestra sociedad es único; somos tan sólo habitantes de una extraña selva de contradicciones e ilusiones que se presentan diariamente y se materializan con igual frecuencia. El constante asombro es una cualidad privilegiada que muchos, dentro de este mágico pedazo de tierra, ostentan, y muchos más adquieren de un día al otro, de un mes al otro.
No es esto un mensaje odioso contra lo que somos y representamos, sino una toma parcial de la realidad que nos rodea y que, para bien o mal, caracteriza lo que nos hace ser y lo que nos hace seguir. Una reflexión de la divina capacidad de olvidar y reiniciar, y de aquella -más terrenal- de apegarse a un contexto y no dejarlo ir.
La cultura y el arte son dos pilares fundamentales sobre los cuales descansa la naturaleza y la condición humana. Variadas definiciones encierran un concepto en el otro; otras, nos muestran una perspectiva más delimitadora de lo que significa el arte, por un lado, y la cultura por otro.
Partamos, entonces, de entender el arte como una forma de expresión, culturalmente definida, social e histórica que, al mismo tiempo, aporta valor desde y hacia la cultura. Es un binomio, tan ambiguo como estructuralmente complementario.
Por su naturaleza histórica y social, el arte y la cultura, está permeado intensamente de juicios y prejuicios deterministas, funcionalistas, estructuralistas y clasistas. Ideológicamente hablando, podríamos decir que la cultura y el arte son medios instrumentales moldeados para un refinado y sutil control político.
Queda así en manos de los detentadores del poder nutrir, fomentar y empoderar a la ciudadanía de arte y cultura; o, en su defecto, actuar de manera contraria coartándola y suprimiéndola, tal vez hasta perdiendo el refinamiento y cargando de pesados sesgos los aportes artísticos y culturales.
Un ejemplo del primer actuar errado lo podemos encontrar sin mayor escrutinio en el reconocido y anticipado Festival Internacional de las Artes (FIA), que en su edición del 2014 engalanó espacios públicos así como recintos específicos con la más variopinta compilación de expresiones culturales y artísticas de Costa Rica y el mundo; con el añadido de que un país con una asombrosa tradición en ambos campos como Rusia fue el invitado especial.
El yerro está en la más que desacertadísima decisión inicial de los organizadores de convertir el acto principal del Festival -su concierto de clausura- en un evento excluyente. Si bien el calificativo puede sonarle exagerado a muchos, somos muchísimos más quienes vimos en tal acto una afrenta directa contra la institucionalidad y legitimidad democrática que había conseguido forjarse el FIA.
El cobro -de una suma que tampoco podría calificarse como módica- es simbólico de un esquema de deserción cultural por parte del Estado. “El acceso al ocio es exclusivo y excluyente”. Es el único discurso que se infiere de tal decisión, la cual con suma altanería se esmeraron en defender alegando incoherencias administrativas y presupuestarias.
Pero debemos reconocer que tal absurdo trasciende hacia lo discursivo y político; de no haberse corregido (gracias a la presión en redes sociales de la sociedad en general) hubiese sido una jugada más en el calculado tablero contra las artes y la cultura; a prueba de ello sólo basta que recordemos el “fina’o” Transitarte y el vacío que dejó en los parques de la capital por estas fechas.
Cabe que nos preguntemos entonces: ¿por qué si la decisión de cobrar una entrada ni tan accesible se tomó, la rectificación entrevió una fluidez burocrática sorprendente? Pongámoslo de otra forma: si es responsabilidad del Estado organizar el FIA, con sus recursos y personal específico, en pos de la colectividad, ¿por qué se coarta a un gran porcentaje de esta de poder acercarse a un evento típicamente masivo, familiar y gratuito?
Podemos cuestionarnos realmente si existe alguna agenda ideológica tras la (des)organización del FIA, o si sencillamente acusa a una inexcusable inoperancia. Cualquiera sea el caso -esperemos no sean ambos- la cuestión central gravita alrededor del acceso y democratización de espacios culturales y artísticos, que nutran el espíritu de una sociedad que carece, cada vez más, de una institucionalidad cultural. No podríamos ser el país más feliz del mundo.
Es inaceptable que los espacios de ocio y recreo, y de consumo artístico y cultural se conviertan en pseudoinstituciones excluyentes, pues a partir de ellos se garantiza el crecimiento integral del ser humano.
Gustos habrá siempre para todo, pero la accesibilidad, equidad y solidaridad son valores que la ciudadanía debería promover desde sus bases, empezando por el Estado y reflejándose en sociedad civil. Caso contrario, nos condenaremos a pagar o ignorar.
A la luz de lo que acontece en el escenario político nacional desde hace cerca de dos meses, es necesario enfriar la cabeza y fomentar un debate tanto objetivo como argumentativo.
No obstante, la racionalidad que parece -debería- estar implícita en ambos términos se desdibuja constantemente al ritmo de tambores de guerra discursiva que vienen de un lado tanto como del otro. De esta manera, los retumbos ensordecedores afectan a todo aquel quién, llamándose indeciso, se encuentra en un apático limbo de discordia y desinterés.
No es ni argumentativo, ni mucho menos objetivo, cosificar mediante adjetivaciones hiperbólicas al adversario. No hay cabida racional donde predomina el fanatismo, ni habrá crecimiento colectivo informado donde la información es el bien menos accesible.
Norberto Bobbio presentó un universo teórico en donde las conceptualizaciones, para ser mejor comprendidas y analizadas, debían tomarse en referencia a sus opuestos. No como negación, ni superposición, sino como complementariedad.
Las dicotomías que el filósofo italiano trascienden el plano conceptual, y son fácilmente aplicables a la realidad circundante; no obstante, debe recordarse que, según Bobbio, una dicotomía implica el reconocimiento de la dualidad. Tan fácil como pensar en luz y oscuridad, bien y mal, izquierda y derecha.
Costa Rica ha sido adoctrinada por medios, estructural e institucionalmente,oficializados desde hace más de 60 años. Se ha hecho creer, a partir de anecdóticas leyendas que un segmento del espectro ideológico no es más que perversión; a la vez que, esporádicamente, también se ha dicho que el otro segmento ha llevado al mundo a su peor miseria.
Sin embargo, reitero, no puede pensarse en la subjetividad fanatizada de un lado u otro; de la derecha y la izquierda; y, como ha sucedido en Costa Rica, de la derecha sin izquierda.
Se ha acostumbrado a presentar el neoliberalismo y reestructuración minimizadora del Estado como la solución, pero no se ha presentado otra alternativa, y cuando una se ha levantado por cuenta propia, la costumbre ha podido más que la razón y se ha torpedeado con estigmas que anteceden al grueso de la población que actualmente habita este país.
Este país se ha acostumbrado a pensar una derecha que es falsa, que no cesa de mostrarse altamente reaccionaria. Ello pues, durante más de medio siglo, no ha tenido contraparte, y en el imaginario tico esa otra parte -hasta ahora- no existía.
Cada cuatro años la historia se repite (en los últimos ocho con desmesurada indiscreción), y la irracionalidad oficializada busca espantar cualquier aire de cambio que provenga desde ese rincón escondido de la memoria que llaman “izquierda”.
Se cae entonces en un cambio de roles contradictorio donde el “nosotros” se esconde y el “ellos” se magnifica sobre preceptos que parecen salir de cuadernos de los hermanos Grimm. Para luego retornar con pavorosa calma al “nosotros” mientras el “ellos” desaparece.
Toda la controversia que se ha vivido en esta precoz campaña va, desde mucho antes, bien impregnada de estos mitos, intentándose, sea cual sea el costo, “dicotomizar” al otro sin incluirse en la ecuación.
La izquierda en Costa Rica existe, y un partido que, según sus propuestas e ideas hasta ahora expresadas, pareciera de centro está volcando la balanza históricamente inclinada a una derecha cada vez más lejana.
No se puede pensar un concepto sin todos sus referentes y significantes, así como no se puede -ni debe- pensar una realidad política monolítica y hegemónica. La política es lo que es, con todos sus matices; desde aquellos que abogan por la supervivencia del más apto, hasta aquellos que suspiran por la supremacía vanguardista de nadie sobre nadie.
Al igual que un spot publicitario algo reciente, que no se piense en “estos” o “aquellos”, sino que se construya un nuevo imaginario y una nueva realidad a partir de “estos y aquellos”. La exclusión es la salida fácil al complemento, al debate y a las ideas.